
A estas alturas no hay ya duda razonable de que el asesinato de Manuel Hernández Pasión,
alcalde antorchista de Huitzilan de Serdán, Puebla, fue resultado de una conjura urdida por un
grupo de poderosos caciques de la Sierra Nororiental poblana; y no hay duda tampoco de que es
su riqueza y las poderosas relaciones políticas que esa misma riqueza pone a su alcance, las que
están frenando la acción de la justicia poblana para detener a los asesinos, juzgarlos y castigarlos
de acuerdo con la ley.
Esta situación, muy lacerante de por sí para la familia y los compañeros de Manuel, se
agrava más todavía por el hecho de que todos (o casi todos) los implicados en el crimen, son
presidentes municipales de sus respectivos municipios, o lo fueron en el pasado reciente, lo cual
obliga a preguntarse cómo se explica este aparentemente absurdo maridaje entre autoridad y
crimen; es decir, obliga a repensar qué es y cómo se integra en sus diferentes eslabones el aparato
de poder que gobierna al país; de qué manera se escoge a quienes deben ejercer el poder público
sobre todo a nivel municipal (aunque no exclusivamente), como para llegar a formar un ramillete
tan escogido como el que decidió el asesinato del presidente huitzilteco.
Para empezar, recordemos que desde el momento mismo en que Plutarco Elías Calles
unificó en el Partido Nacional Revolucionario (PNR) a todas las fracciones sueltas y muchas
veces enfrentadas entre sí surgidas de la Revolución mexicana, el aparato del Estado cobró una
estructura fuertemente centralizada. Esto quería decir que todas las decisiones importantes para la
vida nacional, y muy en particular el reparto de las cuotas de poder, se tomarían primero en la
cúpula del nuevo partido, es decir, poniendo previamente de acuerdo a todas las fuerzas en su
seno, mientras que a los procesos electorales, valga decir, a la democracia, se le reservaba la
función de “legalizar” esas decisiones con su voto. Este esquema no ha sido abandonado nunca,
aunque sí ha sufrido cambios y modernizaciones (por ejemplo, la entrada de nuevos partidos a la
liza) para hacerlo más eficiente y menos obvio y predecible.
En la actualidad, este esquema centralizado lo podemos comparar, grosso modo, con un
gigantesco trust industrial perfectamente integrado horizontal y verticalmente a escala de todo el
país. Ningún eslabón de los que integran el mando queda suelto, autónomo, con libertad absoluta
para poner en práctica una política distinta o para llevar a cabo movimientos y acciones que
contradigan los intereses del conjunto; todos alcanzan la altura a que los empujan su ambición de
poder o sus intereses materiales, solo si han recibido previa e indispensablemente la debida
aprobación de las cúpulas donde se toman las decisiones. Este aspecto, que podríamos llamar la
“mecánica” del proceso, se complementa necesariamente con el examen del perfil social y
político del aspirante, es decir, que éste debe pasar también la prueba de “confiabilidad”
ideológica y política, que debe demostrar que comparte plenamente la concepción de qué es, para
qué sirve y cómo debe ejercerse el poder con quienes tienen en sus manos la última palabra.
En esto último, las cosas también han sufrido cambios. Durante los gobiernos “emanados
de la revolución” era necesario un perfil con tintes de compromiso social, es decir, con la
constante mejora del nivel de vida de las mayorías; con el combate a la pobreza y la marginación
en el campo; con la educación pública laica y gratuita; con el derecho a una vivienda digna; con
la salud pública y con la seguridad social universal, por citar algunos ejemplos conocidos.
Pero todo esto cambió radicalmente con la llegada del neoliberalismo o “capitalismo salvaje”, como le
llaman algunos; hoy, semejante perfil no solamente ya no es indispensable, sino que se ha
convertido en estorbo, en un pesado lastre para las aspiraciones de acceso al poder público. Hoy
llevan mano los duros, los enemigos irreconciliables del “paternalismo”; del “populismo” y de la
intervención del Gobierno en la economía para paliar los excesos e injusticias del mercado; los
que ven en las demandas populares un abuso, a los que las esgrimen y defienden como una bola
de holgazanes que “todo lo esperan de papá gobierno”, y, en consecuencia, tildan a la protesta
organizada de los pobres y marginados de “chantaje” y de “grave perturbación del orden
público”.
El gobernante ideal en esta época debe ser arrogante, prepotente en su trato con sus
inferiores y gobernados, nada inclinado a escuchar y resolver las quejas de los “que no trabajan y
quieren vivir bien”, agresivo y amenazante con quienes se empecinen en arrancarle soluciones
contrarias al principio neoliberal fundamental de “que cada quien se rasque con sus propias
uñas”, decidido a tratar con las masas empobrecidas poco menos que como el cómitre trataba a
los galeotes: nada de blanduras ni de compasión con ellos, porque corría el riesgo de que se le
echaran encima y lo defenestraran. La receta correcta es: mano dura con los rebeldes y
levantiscos, si quieres mantener la paz y la gobernabilidad dentro del territorio bajo tu
responsabilidad.
Esta “filosofía del poder”, que sostiene que gobernar es hacerse respetar a como dé lugar
con los de abajo, al mismo tiempo que complacer, siempre y en todo, a los de su mismo círculo y
a sus “superiores”, es casi exactamente la que profesan, espontánea o conscientemente, los
caciques que dominan en todas las áreas poco urbanizadas y rurales del país. Y en un descuido,
hasta de muchos señores gobernadores que, aunque no lo manifiesten, ven a sus estados como
verdaderos feudos, y a la gran masa de sus gobernados como modernos siervos de la gleba.
Así pues, como nos lo demuestra o nos lo recuerda el asesinato, hasta hoy impune, de
Manuel Hernández Pasión, los caciques que urdieron su muerte, como todos sus congéneres, no
son una anomalía, un tumor maligno en el cuerpo sano de un Estado verdaderamente democrático
y respetuoso de los derechos ciudadanos, en primerísimo lugar el derecho a la vida. Son, por el
contrario, el fruto natural de un Estado centralizado que, además, está obligado a garantizar, en
todos sus ámbitos y niveles, la aplicación de una política neoliberal contraria a los intereses de la
mayoría y necesitada, por tanto, de la fuerza, de la “mano dura” para imponerse. El cacique es un
eslabón autoritario indispensable de la cadena de mando que parte desde lo más alto y llega hasta
el último rincón del país; su presencia y modo de ejercer el poder garantizan la plena unidad de
funcionamiento de toda la maquinaria. Los caciques rurales y semirrurales son los cómitres de los
dueños de las galeras en que boga el “capitalismo salvaje”.
Alguien podría interrogar: ¿y qué ventajas obtienen estos modernos esclavistas? En
primer lugar, el apoyo irrestricto para exprimir todo el provecho que puedan a sus gobernados, o
para desarrollar, con el mismo propósito, las iniciativas que su creatividad o su desmedida
ambición les aconsejen, de modo que, al dejar el cargo, su situación económica haya mejorado en
un tanto y medio, como diría el clásico. Esta permisividad es la que abre la puerta para que, desde
el poder municipal, se aliente y proteja el delito con fines de lucro: robo de coches, asalto a
domicilios, secuestros, cobro de piso y narco menudeo entre otros. Como solía decir la Celestina
de Fernando de Rojas: “tuerto o derecho, mi casa hasta el techo”.
Pero no es esto todo. Hay también el trasiego de dinero contante y sonante desde las arcas
públicas, estatales y federales, hacia los bolsillos de las camarillas caciquiles, a través de diversos
canales “legales”. Es cosa sabida por muchos que buena parte de los fondos asignados a
programas sociales para combatir la pobreza, tales como “pro campo” y “progresa”, van a parar a manos de los caciques locales gracias al compadrazgo que mantienen con los funcionarios
encargados de su administración y aplicación. Es esta una de las principales causas del
reconocido fracaso de dichos programas. En la Sierra Nororiental de Puebla, todo mundo sabe
que las grandes fortunas surgidas de la noche a la mañana, como la de Alonso Aco y hermanos,
tienen su origen en la gran cantidad de recursos de programas federales que llegan a sus manos
mediante el “camuflaje” de cooperativas de productores indígenas y recursos semejantes. Hay,
pues, una clara simbiosis entre quienes deben asegurar la “gobernabilidad” del país y los
eslabones más alejados y rudimentarios de la cadena de mando, tal como ocurre desde hace rato
en la Sierra Nororiental de Puebla.
Y esta es la razón de por qué no se detiene ni se castiga a los asesinos de Manuel
Hernández Pasión. Pero los antorchistas no estamos dispuestos a dejarnos matar como conejos;
lucharemos sin descanso, hasta el límite de nuestras fuerzas, para lograr que se haga justicia a
nuestros dos Manueles asesinados: don Manuel Serrano Vallejo y Manuel Hernández Pasión.
Dondequiera que estén, deben saber que no los olvidaremos.