
(El autor es un chihuahuense nacido en Guazapares, es Doctor en Desarrollo Económico por la
London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-
investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma
Chapingo, de la que es director.)
En el centro neurálgico de la vida de las universidades están los estudiantes. Por ellos y
para ellos existen; para educarlos se han construido edificios y se contratan profesores y
trabajadores, como personal de apoyo, y es una distorsión poner a estos últimos en el
centro.
La universidad existe, principalmente, para formar profesionistas, para impulsar el
progreso social, y si egresan mal preparados, pobre ayuda daremos al pueblo.
Los estudiantes son, además, por sus circunstancias la fuerza potencialmente más
progresista en las universidades.
Por su juventud, no tienen aún tantos intereses creados, como familia, casa, empleo; y los
hijos de los trabajadores nada poseen.
Y por su edad son precisamente los portadores de futuro; pueden ver con más optimismo
el porvenir, y son los más interesados en mejorarlo; pueden todavía dar alas al
pensamiento y soñar, y luchar, por un mundo diferente y mejor.
No sucumben aún a la resignación senil; todavía en ellos late el sentimiento natural de
rebeldía. Aunque a este respecto, conviene vivir advertidos ante el manido lugar común
de que “los jóvenes son el futuro de México”, formulación abstracta e inocua, sin
contenido concreto definido. ¿A cuáles jóvenes se refiere? ¿A cuál futuro? ¿A los jóvenes
ricos? ¿Al futuro gerente, presidente o gobernador, o al futuro peón, mendigo, vendedor
ambulante o presidiario? ¿Al futuro hambriento o al futuro ahíto?
Yo me refiero aquí en forma inequívoca a los jóvenes de cuna humilde, a los hijos del
pueblo, y a su futuro; a ellos, víctimas del abandono en que el actual sistema tiene a la
educación superior pública, y que debieran exigir que se amplíe la capacidad de las
universidades para abrir sus puertas a los cientos de miles de jóvenes que cada año ven
truncadas sus esperanzas de estudiar.
Ellos pueden, y deben, luchar por un nuevo modelo educativo, académicamente superior
y que dé oportunidad a todo aquel que verdaderamente desee estudiar. El ejemplo está
hoy a la vista en la lucha del estudiantado chileno.
Sin embargo, ni juventud ni pobreza son condiciones suficientes para que los jóvenes
adopten una actitud progresista. Muchos obstáculos se interponen.
Está la deformación de su conciencia, una de cuyas manifestaciones es el famoso “rebelde
sin causa”, que se opone a todo, pero sin una alternativa superior de cambio, ni visión de
futuro que le guíe. Protesta vistiéndose de manera estrafalaria, o no bañándose,
destruyendo instalaciones, grafiteando paredes limpias, y se siente revolucionario
insultando.
El estudiantado debe ser rebelde, sí, pero orientando su rebeldía hacia un fin superior,
constructivo.
Quienes conocen el potencial transformador de los estudiantes, se han empeñado en
convencerlos de que la juventud es “para divertirse”, para la frivolidad; con ello evitan que
asuman responsabilidades y maduren, desviando así a muchos jóvenes talentosos a
fiestas, alcohol, el cómodo refugio de la Internet o a un academicismo casi patológico, en
el que se encierran para negarse a ver y enfrentar la realidad.
En fin, los educan en la idea de insertarse en el régimen, de encontrar en él “un buen
lugar, un buen puesto”, y a ser zalameros y obsecuentes para conseguirlo. No se los
enseña a cambiar su realidad, sino a acomodarse a ella.
También despolitizan a los jóvenes, identificando siempre a la política como sinónimo de
corrupción. ¡Horror, ése pertenece a un grupo político! Ésta es expresión común en las
universidades. Pero, en el colmo de la hipocresía, los mismos fariseos que lanzan esos
anatemas son integrantes de partidos, y su intención es convencer a los jóvenes de que no
se acerquen… a otro grupo.
Lo que es virtud en ellos es, así, delito en otros. Pero los jóvenes deben aprender a hacer
política y a comprenderla, como ciencia que es; a participar en la toma de decisiones, pues
si ellos no lo hacen, dejarán que otros lo hagan en su lugar, y habrán renunciado a su
derecho a decidir sobre sus propios asuntos.
La política está presente en todos los ámbitos de la vida social: en la religión, el deporte, la
ciencia, las escuelas, el arte, y no es posible huir de ella.
Cuando egresen de la universidad, aun de las carreras más técnicas, los jóvenes van a
incorporarse a un mundo político, y fracasarán si no se capacitan para ello desde las aulas.
Debemos enseñarles, pues, que la solución de sus problemas individuales exige resolver
los comunes.
Además, toda esa inconciencia inducida, que no es culpa de los jóvenes, les lleva muchas
veces a no comprender incluso la importancia de exigir una calidad académica superior y
un mejor desempeño de sus profesores, personal administrativo y autoridades.
Su apatía es la peor debilidad de los estudiantes. Urge que esto cambie. Ellos deben exigir
una buena formación académica, y también cultura general; deben aprender a hablar
bien, para desarrollar su personalidad; leer y escribir correctamente, fortalecer su
autoestima y desplegar todas sus capacidades creadoras.
Arte y deporte son fundamentales en la formación del hombre nuevo y superior, y los
jóvenes deben exigir las condiciones para hacerlo, algo imposible mientras sigan
inconscientes y desorganizados.
Deben autentificarse las organizaciones estudiantiles ya existentes, o crearse nuevas que
representen los intereses genuinos de todo el alumnado, y donde los líderes no se
dediquen a buscar prebendas o a servir a otros intereses.
En manos de los estudiantes, y, por supuesto, de aquellos profesores que simpaticen con
su causa, está el futuro de la educación en México, y despertar su conciencia es la tarea
más grandiosa que pueda emprenderse en una universidad, pues de ahí vendrá el
desarrollo.
No basta, pues, con instruir al estudiante, dotándole de conocimientos concretos y
habilidades; es necesario educar, esto es, cambiar su concepción del mundo, su forma de
ver y vivir la vida. Pongamos nuestro esfuerzo en ello, sabiendo que poderosos intereses
se verán afectados y reaccionarán. Hacerlo habrá valido la pena. No queda otro camino.