Confieso que en otra vida fui un entusiasta de la idea de la “construcción de Estados”. La tesis de licenciatura en ciencia política que presenté en 2012 reflejaba el entusiasmo de la época: después de las guerras civiles de los 90s, argumentaba yo, se podían construir gobiernos estables. Uno de los libros que evidenciaban este entusiasmo era Fixing Failed States, del economista Ashraf Ghani. En 2009 Ghani —un intelectual afgano educado en Estados Unidos— era un exitoso ex-ministro de finanzas cuya vida consistía esencialmente en decirle al mundo cómo construir un país. Doce años más tarde, sin embargo, el mismo Ghani saldría huyendo de su país tras haber intentado aplicar como presidente los preceptos de su libro.
Las razones de la caída del régimen liberal democrático de Afganistán —desde la falta de planeación militar hasta las fallas de inteligencia, pasando por la mala distribución de los recursos y las tensiones étnicas— serán estudiadas por años. Sin embargo, creo que el corazón del asunto es que en el fondo de la nebulosa agenda antiterrorista que el occidente ha empujado desde 2001 habían dos ideas que parecían ser complementarias pero que en realidad chocaban entre sí: la intención de construir democracias liberales y al mismo construir gobiernos. No cabe duda de que la democracia puede devenir de la construcción histórica de un gobierno, pero el hecho es que el Talibán siempre conservó la fuerza suficiente para oponerse por las armas a esta aspiración.
Muchos occidentales —desde directores de organismos internacionales hasta escritores con cubículos en Washington, así como académicos, diplomáticos y no pocos militares— creyeron que con el tiempo los pueblos “liberados” por la intervención militar se enamorarían de la democracia liberal. La realidad, sin embargo, era otra: en Afganistán, Libia, Marruecos, Yemen, Siria e Iraq había enamorados del liberalismo occidental, sí, pero también aquellos que recurrían a las tradiciones políticas locales. Unos y otros ataviados por los intereses geopolíticos más cercanos, ya fuesen Arabia Saudita, Irán, Pakistán, China o Rusia.
El recetario que pareció haber funcionado en Liberia, Bosnia, Nepal o Timor del Este no surtió efecto en Medio Oriente. En este punto hablo literalmente: una enorme cantidad de libros, reportes, manuales, documentos, artículos —todos ellos eran recetarios para construir un Estado a la manera europea, completo con tribunales autónomos, bancos centrales técnicos, elecciones regulares, libertad prensa, etcétera. No es que estas ideas estuvieran condenadas al fracaso, sino que los “constructores de países” creyeron que era posible seguir estos pasos sin resolver el problema crucial de la convivencia de las fuerzas políticas. En los casos anteriores —Liberia, Bosnia, etc— el primer paso fue siempre integrar a todos, incluyendo a los más sanguinarios, al nuevo orden político. En Iraq y Afganistán, por el contrario, los “reconstructores” evitaron hacer justamente eso para complacer a la agenda antiterrorista.
Si un humano del pasado —de antes de 2001— viajara a nuestros días y leyera la prensa o escuchara los podcast contemporáneos, se quedaría con la impresión que la guerra en Afganistán tenía como propósito central darle educación a las mujeres de ese país. Los neoconservadores de Bush han triunfado sobre las mentes de los progresistas de hoy, forzados a demostrarse virtuosos. Los ideólogos del Parido Republicano insistían en que el objetivo de su guerra no era destruir al terrorirsmo islámico, pues ese objetivo había perdido sentido ante el desastre en todo Medio Oriente. No, el objetivo de la invasión era salvar a periodistas y mujeres. Los progresistas de hoy, en otras palabras, repiten lo mismo que Rumsfeld y Wolfowitz solían decir en Fox News.
En medio de las contradicciones de nuestra época —que, como sucedía durante la era de la Guerra de Vietnam, se alimenta menos de hechos que de imágenes mediáticas— el hubris occidental por construir gobiernos liberales-democráticos alienados a Europa y Estados Unidos ha quedado nuevamente en el ridículo. Al igual que los colonialismos imperiales del pasado, los eventos recientes en Afganistán demuestran que la única manera de suplantar a los bandidos locales es convertirse uno mismo en un bandido dispuesto a quedarse allí para siempre.
Dos lecturas de estrategia militar sirven para entender lo que sucedió en estas fechas. Como decía Clausewitz: la estrategia militar es una consecuencia de las decisiones políticas. Y es que es imposible sostener un conflicto largo si no se cuenta con el apoyo de las élites y de la sociedad en general. Por más que los generales y los diplomáticos insistieran al contrario, el hecho es que el electorado en Estados Unidos no los respaldaba. Por otro lado, parece que el Talibán entendió —intuitivamente, claro está— la lección de B. H. Liddell Hart sobre cómo derrotar a un gobierno como el de Ghani: presionar de manera indirecta y constante, hasta que el rival entienda que el triunfo militar es fútil. El mismo Ghani lo entendió y decidió no seguir una guerra civil sin respaldo exterior. A final de cuentas, no hay posibilidad de crear un Estado sin una victoria política y militar de por medio.
Ghani y los demás promotores de los manuales-para-armar-países son víctimas trágicas de lo que la politóloga Susan Woodward ha llamado “la ideología de la construcción de Estados”. Poco a poco, el otimismo que inventaba una equivalencia y una causalidad entre liberalismo, democracia, estabilidad y Estado se ha desintegrado frente a las consecuencias de la guerra contra el terrorismo y la crisis económica de 2008. Las verdades que el liberalismo centrista occidental ha proclamado desde la caída del Muro de Berlín —esas recetas de economistas seguros de sus ecuaciones y de sus prescripciones de política pública— quedaron desnudas ante la crudeza del gobierno. Confrontados con la realidad, los “constructores de países” se vieron forzados a admitir que los clivajes sociales, los mediadores, los acuerdos de élites y los arreglos de la vida cotidiana son parte de lo que mantiene viva a las instituciones. Aunque la libertad pueda ser un objetivo deseable, esta no siempre trae consigo estabilidad, mucho menos comida al plato. La ideología de los “constructores” era, en el fondo, una justificación para la expansión de un orden político, no una salvación para pueblos desesperados.
Hoy, años después de esta confrontación con la realidad, los occidentales deberían ver en el fracaso de su idealismo liberal un presagio de lo que podría sucederles si no reparan a sus propias democracias. Más que valores, las democracias traen resultados. Dado que los “constructores” no pudieron llevar estos resultados a otras partes del mundo —donde más bien vemos el surgimiento de fuerzas híbridas, autoritarias, abiertamente anti liberales— uno esperaría que los liberales occidentales al menos hayan descubierto que lo mismo puede ocurrir en casa. El otro lado ofrece resultados más allá de los ideales, pero el lado liberal no parece entender esa parte de su propio sistema.
No puedo ver lo que está sucediendo en Afganistán sin sentir decepción: uno de los autores de los libros que leí con tanto optimismo hace ya muchos años acaba de escapar de su país a bordo de un avión con destino desconocido, cargando, uno supone, con su manual de cómo construir un Estado desde la distancia occidental. La tragedia política es que, para bien y para mal, los pueblos nacionales son dueños de sus destinos. El hubris tecnocrático se enfrenta a la historia una vez más.
Raúl Zepeda Gil
Investigador Doctoral en la Escuela de Estudios de Seguridad en King’s College London.
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