Ahora resulta que, por fin, recién en este momento, en el aviso de un ocaso (el mío propio), comprendo a cabalidad, con absoluta nitidez, la diferencia entre algunos tipos de literatura. Sí, sí, sí, el lector avisado (no el avieso) dirá: “ahora resulta”, pues sí, ahora resulta. Resulta que a mis cincuentaisiete años comprendo la diferencia abisal entre algunos libros.
“Lentito”, podrían acusarme, y con razón, pero tengo algo qué explicar. Procedo.
Yo empecé a leer antes de tener claro de qué iba este asunto de vivir. Asunto tan complejo que —a esos mencionados cincuentaisiete años— sigo en las mismas: sin tenerlo del todo claro; pero si a estos años intentar una respuesta está difícil, a los cinco o seis de plano no había modo. Además, perspicaz, perspicaz, perspicaz, nunca he sido. Quien se ha tomado la molestia de oírme, pero de oírme en serio, sin prejuicios (por favorables o propicios que pretendan ser), sabe que siempre he sostenido, en público y en privado, que me considero una persona intelectualmente muy limitada, medio tonto, es más. Por lo menos nunca he creído ser particularmente inteligente.
¿Cómo me defiendo? ¡Ah! Pues la respuesta es simple: soy un tipo muy trabajador, muy responsable, muy informado y con mucha experiencia (de algo sirve empezar a leer a los cinco o seis años). A los veinticinco o veintiséis años —y hay muchas personas que les consta—, antes de las siete u ocho de la mañana ya estaba en la oficina, hubiera estado donde hubiera estado dos horas antes y podía salir de ahí después de la medianoche. Para trabajar fui, durante casi treinta años, un animal: podía soportar (y soporté) jornadas de más de veinte horas continuas, nunca me arredró ningún desafío, siempre asumí mis compromisos, cuento con una sólida formación académica (doctorados, maestrías, etc.) y mi lealtad a una causa es inquebrantable. Les guste o no, hay muchos testigos de todo ello (adversarios o no).
Pues bueno, en esas condiciones yo leí a lo loco, a lo loco literal y metafóricamente hablando. Empecé a leer sin rumbo ni norte, la única lectura sistemática fue la de la abogacía y lo demás fue un mar. ¡Qué digo un mar! ¡Un océano! Cientos, quizá miles, de libros, de lo que a usted se le ocurra; y cuando intenté una lectura sistemática (ésa que se ocupa de los clásicos), pues como que sí, pero más bien como que no. Muchos llegaron a mis ojos: Homero, Verne, Tolstoi, Dumas, Dickens, Dostoievski, García Márquez, Vargas Llosa, Benedetti, pero muchos otros no y aquí guardo púdico silencio.
Cada vez que me reprochaba mi falta de ciertas lecturas me justificaba diciendo: “¡Yo leo mucho y leo por gusto! El asunto es leer”. Al respecto, como para apuntalar mi opinión, decía Borges: “La lectura debe ser una de las formas de la felicidad, de modo que yo aconsejaría a esos posibles lectores de mi testamento —que no pienso escribir—, yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer”.
Yo he sido feliz entre los libros. He reído y he llorado con ellos, por ellos, a través de ellos. Recuerdo que cuando estaba por concluir La Sombra del Viento, de Carlos Ruiz Zafón,[1] estaba trepado en un avión y se me empezaron a salir unos lagrimones que la señora que estaba sentada en seguida de mí me empezó a ver raro. Como raro me vieron los pasajeros que en algún camión urbano (al que me subía en mis mocedades, en recorridos interminables, porque no tenía a dónde ir) me miraron reír a carcajadas con Enrique Jardiel Poncela, Giovanni Guareschi o José Rubén Romero.
Todo para decirles que, he leído tanto, que no siempre supe qué estaba leyendo (precisamente me pasó con Borges —y con Rubén Darío—), la primera vez que lo leí me pasó de noche, luego en Praga (creo) compré una antología y no podía yo dar crédito a tanta dicha.[2]
Vengo pues, avergonzado (como el perro arrepentido del poema chespiriano), a manifestar que hay literatura juvenil, que no está hecha para durar ni, menos, para perdurar cerca del corazón de uno, pero que es necesaria para empedrar la senda de los libros por venir. Así como a una persona débil o desmejorada por una enfermedad no la puedes alimentar con sangre o carne cruda (lo habitual en el siglo XIX), sino con caldito de verduras y agua fresca, los jóvenes tendrían que empezar con ciertos libros (Verne, Salgari, Hesse, etc.) que les permitieran adentrarse con suavidad y placidez en el universo de las letras.
Todo, porque recién terminé de leer los Cuentos Completos de Marguerite Youcenar.[3] Cuando leí Memorias de Adriano por primera vez no tenía las herramientas necesarias para adentrarme y sumergirme con seriedad en las delicias de esta autora francesa; para mi amarga sorpresa, merced a su pluma, descubrí que a esta edad, ávido lector como soy y he sido, soy un mal lector. Uno que intenta meterse “bajo la piel del personaje”, uno que pretende inútilmente que éste o aquél haga o deje de hacer lo que está haciendo (como si pudiera). Eso me lo enseño Nabokov,[4] ¡Ay! ¡No lo hubiera leído! O por lo menos no los hubiera leído al mismo tiempo.
Ahora sé que, por esa razón, la Poética de Aristóteles es tan importante, porque desde hace 25 siglos, el divino estagirita entendió que la literatura, como arte, es remedo de la vida, pero no es la vida misma. La literatura es ficción que se viste de realidad para salir a convencer a los incautos de que es verdad y, a los connaisseurs, de que podría serlo.
En definitiva, para saber escribir hay que saber bailar y yo, tristemente… tengo dos pies izquierdos
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Luis Villegas Montes.
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[1] RUIZ ZAFÓN, Carlos. La sombra del Viento, Planeta, México, 2002.
[2] BORGES, Jorge Luis et al. Borges esencial. Editado por la Real Academia Española en asociación con otras academias (mexicana, colombiana, ecuatoriana, etc.), Alfaguara, Portugal, 2017.
[3] YOURCENAR, Marguerite. Cuentos completos, DEBOLSILLO, México, 2017.
[4] NABOKOV, Vladimir. Curso de literatura europea, Maxi, 1ª. Reimpresión, México, 2016.