Enrique Serna
Cuando una película sólo nos muestra los efectos nocivos de la ebriedad, por lo general desemboca en una moraleja regañona. La condena de la bebida resulta, entonces, una salida fácil para eludir el conflicto de fondo: si el ser humano no puede soportar mucha realidad, como decía T. S. Eliot, si la vida ordenada es más dañina que la peor de las borracheras, ¿cómo escapar de un engranaje destructivo sin caer en el otro, especialmente cuando una persona es proclive a la depresión? Aunque el cine de Hollywood suele caricaturizar o condenar a los borrachos, en dos memorables melodramas, Días sin huella, del legendario Billy Wilder, y Días de vino y rosas, de Blake Edwards, logró escudriñar con angustiosa veracidad la lucha interior entre las fuerzas del orden y las fuerzas del caos que se libra en el alma del bebedor compulsivo. A ese linaje cinematográfico pertenece Una ronda más, la gran película del danés Thomas Vinterberg que el año pasado ganó el Oscar a la mejor película extranjera no hablada en inglés.
Fundador, junto con Lars Von Trier, del famoso colectivo de cineastas Dogma, que irrumpió en la escena mundial en los años 90, Vinterberg se anota con este formidable melodrama su tercer gran éxito internacional, después de La celebración y La cacería. Como en casi todos los países nórdicos, en Dinamarca la euforia dionisiaca forma parte de la idiosincrasia nacional, como nos muestran las primeras imágenes del filme: festejos escolares donde se bebe cerveza a raudales en un ambiente a la vez ingenuo y orgiástico. Cuatro maestros de preparatoria, entre ellos Martin, el protagonista, se reúnen periódicamente a empinar el codo y desde la primera escena advertimos que la voluntad de Martin para resistirse a beber ha empezado a flaquear. Deprimido crónico, Martin se distrae en clase con tal frecuencia que las quejas de sus alumnos lo obligan a tomar una decisión desesperada: trabajar a medios chiles, siguiendo las recomendaciones del psiquiatra noruego Finn Skarderud, quien sostiene que mantener un leve porcentaje de alcohol en la sangre estimula la inteligencia y eleva la productividad. La euforia inducida en pequeñas dosis le permite dar amenas y divertidas clases en las que sus alumnos participan con regocijo. Asombrados, sus amigos le preguntan cómo recuperó el entusiasmo por la docencia y los cuatro se embarcan en la riesgosa aventura de beber tres o cuatro copas durante la jornada escolar.
A partir de esta situación, Thomas Vinterberg y su coguionista Tobias Lindholm proponen una especie de utopía etílica donde la ebriedad moderada alegra la vida de un colegio, predispone a los alumnos al aprendizaje y al mismo tiempo, contribuye a sacar del marasmo la vida conyugal de los profesores. El juego de vencidas entre el alcohol y los bebedores que se ufanan de poder controlarlo desencadena, por supuesto, conflictos profesionales y conyugales graves donde la fidelidad a la psicología de los personajes excluye cualquier propósito moralizante. En una entrevista disponible en Youtube, Vinterberg cuenta que su estilo de dirigir consiste en pedirle a los actores que en vez de expresar los sentimientos del personaje se esfuercen por reprimirlos. Las caracterizaciones de Una ronda más no tienden, pues, a exagerar la gesticulación o los balbuceos incoherentes de la borrachera sino a insinuarla con sutileza. El genial actor protagónico Mads Mikelssen domina a la perfección el arte de hablar con la mirada, de modo que la película parece narrada desde su conciencia, aunque el guion jamás recurre a las confesiones explícitas.
La teoría de Skarderud adolece de una falla que la película muestra sin ánimo de refutarlo: al convertir la ebriedad en método, la cuarteta de profesores aspira a vivir en una fiesta permanente, pero la ingesta regular de alcohol es incompatible con el carácter festivo de la embriaguez, que sólo se puede recuperar por la vía del exceso. Dicho en otras palabras, cuando la embriaguez deja de ser una excepción de la cotidianidad, un alegre contrapunto a las obligaciones del trabajo y el estudio, la única manera de romper con la nueva rutina es el desenfreno absoluto. Algunos estadistas beodos mencionados en la película, como Churchill y Roosevelt, bebían a diario cinco o seis whiskies sin despeñarse en ese abismo. Muchos otros mortales quizá no podamos lograrlo, entre ellos el maestro solitario que en la película pierde el empleo por esconder botellas en el gimnasio. Pero en vez de emprender una cruzada contra el vicio, Vinterberg se limita a mostrar cómo puede arruinar o alegrar vidas, según el carácter y la voluntad de cada persona. Su película sugiere que el mayor riesgo de la libertad es convertir la evasión en método y la tarea más delicada del albedrío, calcular la dosis de locura sin la cual no existe felicidad posible.
Enrique Serna
-Milenio